Leo Virginia Woolf. Vida de una escritora de Lyndall Gordon. Coherente con la crítica al género hecha por Woolf, no es una biografía convencional, saturada de fechas y cambios de domicilio. Más bien trata de desentrañar la vida interior de la escritora y encontrar ahí las claves de la obra (dicho sea de paso, escribir la biografía de un escritor solo tiene sentido si nos permite comprender mejor la obra, que es la razón por la que se hizo biografiable en primer lugar).
El género biográfico estuvo ligado a Woolf desde su infancia, cuando fue testigo de cómo su padre componía las decenas de pequeñas biografías del Dictionary of National Biography. Ella misma escribiría después la biografía del pintor Roger Fry, que no la dejó satisfecha, y varias de sus novelas adoptan la forma de la biografía ficticia (Orlando y hasta Flush, donde el biografiado es un cocker spaniel). Aunque nunca emprendió una gran biografía y era ante todo una novelista, Woolf pensó muy agudamente sobre el género. Por eso escribió: “el arte de la biografía se encuentra en su infancia”.
Sin embargo, el motivo de esta nota no es su crítica al arte biográfico ni la obra de Gordon, sino algo más trivial y personal: sus reflexiones a los cuarenta y cuatro años, que no pudieron sino llamarme la atención. El 23 de noviembre de 1926, escribió en su Diario:
La vida, como llevo diciendo desde que tenía diez años, es increíblemente interesante –y si en algún sentido cambia, es para hacerse más vivaz, más intensa, a los cuarenta y cuatro años que a los veinticuatro– más desesperada, supongo, a medida que el río se acerca al Niágara –esa es mi nueva visión de la muerte. «La única experiencia que jamás describiré», le dije ayer a Vita.
Amén, Virginia.